El camino de la filosofía: Plotino

 

Hans-George Gadamer*1



He hablado antes del período helenístico, describiendo dos grandes escuelas de la época, que aún ahora tienen gran importancia para nosotros: el epicureísmo y el estoicismo. Ambos influyeron fuertemente en el campo educativo, sobre todo del Imperio Romano. En este sentido, pude mostrar, al menos en grandes líneas, como la ampliación de los horizontes políticos (respecto a la edad clásica) tuvo repercusiones en la filosofía, en la cual comienza a «relucir la linterna de lo privado», y cómo la felicidad del individuo fue conquistando un rol central en las diversas doctrinas. Obviamente, fue sobre todo la escuela estoica quien valorizó la cosmología y la dedicación a la ciencia, pero los motivos de fondo son los mismos que aquellos que busqué indicar cuando hablaba de la muerte de Séneca y de la particular autoafirmación de la libertad, individuada en la forma de un lento suicidio, cortándose las venas o por inanición, como era típico de la cultura estoica.

 

i) Cultura griega e imperio romano

 

Hagamos ahora un gran salto en el tiempo. Séneca se coloca ya en la época imperial romana, y Cicerón lo precede desde el inicio. Ambos nos representan casi el único testimonio literario completo de la filosofía estoica de este siglo. Por otro lado, la época helenística, con la difusión de la cultura romana en toda el área del Mediterráneo, es también recordada por el imperio alejandrino, cuyos confines, trazados por el célebre viaje de Alejandro, fueron empujados hasta los grandes ríos de la India, hasta el Cáucaso, hasta Gibraltar y la costa Española. Todo esto evidencia la enorme expansión de los horizontes del mundo en relación con las dimensiones de la esfera política dentro de las cuales las ciudades-estado de Grecia habían realizado sus grandes conquistas culturales.

               En esta época el imperio romano ya había consolidado su extensión: sus confines, como todos sabemos, alcanzaron a la actual Inglaterra, a Alemania, y naturalmente a la desembocadura del Danubio, a los Balcanes. Éstos eran los límites septentrionales del imperio romano, que sin embargo permanecía expuesto e indefenso en su vertiente oriental, donde se presentaba siempre el mismo problema: los Partos, el objetivo primario en la política y en la estrategia del imperio romano. Aquí me limito a recordar un evento prodigioso: cómo fue que, al interior del mundo elegante y refinado como de la Corte Imperial romana, la cultura, la filosofía y la lengua griegas asumieran un rol dominante. Ocurrió como en la Alemania del siglo xviii, cuando la lengua francesa se impuso en Prusia hasta que se convirtió, a grosso modo, en la lengua cultural de Europa. Análogamente, el griego deviene la lengua cultural del imperio romano, o al menos de su centro, Roma. La literatura filosófica que de esta época poseemos pertenece a los Padres de la Iglesia, Clemente y Orígenes, aunque también existen otros textos filosóficos. El nivel literario, y en un cierto sentido también el filosófico, de esta producción es bastante modesto, y frecuentemente he sentido la tentación de afirmar que el cristianismo ha demostrado su propia vitalidad sobreviviendo a la mediocridad literaria de los padres de la Iglesia.

               Totalmente diverso es el horizonte que presenta frente al enigma prodigioso representado por Plotino, en el siglo tercero, cerca de la Corte Imperial romana. Él fue una especie de Platón redivivo, y representó el nacimiento de un pensador de grandeza superior, aunque no podamos definirlo como un escritor. Por fortuna, tenemos sus discursos. Uno de sus secuaces y admiradores fue Porfirio, quien recolectó los discursos existentes de Plotino, transmitiéndolos a la posteridad.

 

ii) El carisma de un nuevo Platón

 

Plotino pronunciaba «discursos»; nosotros hablaremos de «lecciones», aunque para mí este término sea una monstruosidad lingüística: no pienso que se pueda hacer filosofía por medio de una lectio, esto es, leyendo en alta voz un texto. Es necesario, a veces, dirigirse directamente a quien escucha, sin recurrir a un texto que se haya escrito previamente para un lector anónimo. He aquí el extraordinario aspecto de Plotino: ¡tenía esta capacidad! Tenía discursos bastante breves, como de media hora, que dejaron una profunda impronta humana y espiritual. Plotino era, como decía Max Weber, un «individuo carismático». Su aparición debía poseer un magnetismo que capturaba a la Corte imperial entera.

               Plotino era aquello que se llamaba «un asceta verdadero»; su espiritualidad alcanzaba a rozar el espiritualismo. Se cuenta que una vez afirmó que se avergonzaba de poseer un cuerpo. Que un Platón redivivo, un nuevo Platón del tercer siglo después de Cristo, pudiera afirmar esto de sí, demuestra la enorme distancia y la gran transformación que lo separaba de la Atenas Clásica, repleta de vida, que se extingue después en la decadente atmósfera de la cultura pagana en la época de Plotino. Es ya muy significativo que un platónico del tercer siglo pudiese referirse a sí mismo con estas palabras. Ciertamente, también Platón conocía el arte de sublimar la seducción y los tormentos propios de un alma perturbada. En el Fedro, por ejemplo, él delineó el maravilloso retrato de Sócrates agonizante, que hasta el último instante, con un absoluto dominio de su fuerte personalidad, habla a sus amigos de la muerte. Plotino era evidentemente el portavoz de un nuevo modo de pensar. Ocasionalmente, en sus discursos recorre la expresión «allá arriba». Con este «allá arriba» él señala cualquier cosa inalcanzable, invisible para nosotros, que nos parece todavía fundamental. Sus escritos conservan un tono leve, no ofrecen dificultades particulares para leerse, ya que, aunque contienen agudas observaciones, son siempre dirigidas directamente a sus escuchas.

 

iii) La fuerza poética del pensamiento

 

Es imposible presentar todos los escritos de Plotino. Para saber de cuáles objetos se ocuparon y en qué modo se abordaron éstos, basta un ejemplo. Escogeré uno que, desde una cierta perspectiva, considero importante. En la selección que deseo operar, tendré que recurrir a una traducción moderna. Me sería imposible trabajar con el texto griego, porque su prosa griega, en este caso, no es ciertamente fácil.

               Es también por esto que Plotino no ha ejercido una influencia directa sobre la historia de la filosofía. Fue sólo con el Renacimiento alemán que se produjo, por vez primera, buenas traducciones alemanas de Plotino; naturalmente, había versiones latinas preexistentes, pero éstas se fueron perdiendo en la traducción latina de la Escolástica. Permanecían sin embargo los textos griegos, y estos últimos se comenzaron a traducir al alemán en la época romántica. Friedrich Creuzer, amigo de Hegel, fue uno de los primeros en traducir a Plotino. Hegel desconfiaba en confrontar a Plotino; según este «suabo obstinado», había una atmósfera demasiado poética en las meditaciones de Plotino. Él prefería al filósofo que algunos siglos después sistematizó el pensamiento, Proclo, reconociendo en este último la efectividad heredada de la filosofía griega. En esto no podemos concordar. Esto que vale para Platón, vale también para Plotino: ambos, con la fuerza poética de su obra, son espíritus atemporales; ambos, no obstante la distancia y la diversidad de nuestro mundo conceptual respecto a su forma mentis, están de cualquier manera en disposición de hablarnos con inmediatez.

               En una pequeña antología preparada por mí, en la cual incluí también a Plotino, he querido retraducir un escrito, un texto suyo. Me esforcé enormemente en restituir, al menos en parte, la maestría lingüística y el encanto poético de estas páginas. Releyéndolo hoy, me preocupa un fuerte sentido de extrañeza. Querría ahora exponer algo sobre este escrito, a título de ejemplo. Se titula Perì fiseos, perì theorìas kau enòs, es decir, «Sobre la naturaleza, la teoría (esto es, la contemplación o intuición) y el Uno». Son tres temas, reunidos, que atraviesan el pensamiento de Plotino en su complejidad. Sin embargo, aclaro rápidamente cómo lo traduciría hoy. Respecto al término «naturaleza», éste permanece intocable: «fisis» es «fisis» y «Naturaleza» es «Naturaleza», y esta versión es aceptada en todas las lenguas, de manera definitiva. Pero, en lo relativo a la «theorìa», es necesario conocer el griego para saber de qué cosa se trata. «Theorìa» es el tomar parte, como observador, en función del culto; por tanto, en sustancia, es un término religioso: eso indica una especie de participación en alguna cosa que acontece. Ahora modificaría el título como sigue: «Sobre la Naturaleza, sobre el abrirse a la contemplación del Uno».

 

iv) El encanto del puro brotar

 

«Abrirse a la contemplación»: quisiera dar un par de ejemplos para explicar qué cosa debiera implicar esta traducción, admitiendo que sea correcta. El término alemán que adopto —«Aufgehen»— nunca ha sido adaptado a la Naturaleza: cuando viene la primavera y todo florece y se abre, se dice «Aufgehen!». He aquí lo que es la Naturaleza: este descubrirse y abrirse, o el levantamiento del sol que también se expresa como «Aufgehen!». Con esta palabra describimos todo lo diametralmente opuesto respecto a la ciencia de la naturaleza o a las modernas disciplinas científicas. Quiero decir que Plotino, con su análisis de la Naturaleza, entiende «Aufgehen» como un «abrirse en sí y para sí»: una formulación que no tuvo nada que ver con la ciencia natural: él tiene en mente la Naturaleza en su puro brotar, no en aquella que es indagada por la ciencia en todos sus fenómenos y en todas sus leyes.

               Este sumergirse en la «fisis», en el «abrirse», deviene para Plotino el modelo por la experiencia del ser en general, deviene un arquetipo metafísico. El término «Aufgehen» es usado también en otras expresiones, por ejemplo, para entender el abrir de los ojos: «se me abrieron los ojos» equivale a decir «¡ahora comienzo a ver aquello que desde siempre habría podido ver!». Por tanto, el uso de esta expresión implica una notable potenciación de la facultad de observar: el abrirse de la naturaleza retorna en la «naturaleza naturalizada», concebida por un seguidor de Plotino, Escoto Eurígena, uno de los grandes autores del medievo. Su sentido resulta enriquecido considerando al mismo tiempo el rol del observador (no el que asiste pasivamente a un espectáculo teatral, sino más bien el espectador del teatro griego, que es miembro de una comunidad de culto). El asistir a un espectáculo es, exactamente, «abrirse a la contemplación». En resumen, no hay más fractura alguna entre yo, el espectador, y el palco escénico sobre el cual Edipo se desespera por su trágico error o Antígona va al encuentro de la muerte… por la razón de Estado o por el amor del hermano. Estas cosas, que nos fascinan y nos encantan, significan que estamos absortos —«Aufgehen»— en todo eso, sin que permanezca residuo alguno de nuestras ansiedades, de nuestros proyectos de hoy y de mañana: somos secuestrados del nuevo presente. En efecto, Plotino habla de ese «Aufgehen» también en este último sentido, que encuentra su propio cumplimiento en el «resolverse en el Uno», en lo divino.

               Plotino contó haber visto dos veces, en su vida, este instante en lo cual era así enteramente absorbido en el Uno divino, y de poder reconocerse a sí mismo sólo después de haber retornado de esta unión.

 

v) La fuente inagotable del Uno

 

De hecho, las argumentaciones de Plotino no eran lecciones en estricto sentido, sino «exposiciones». Quisiera agregar que también nuestras lecciones deberían ser «exposiciones» en el sentido literal del término: deberían «exponer» cualquier cosa ante el escucha, y «exponer» lo mismo al esfuerzo de ver. Es totalmente otra cosa respecto a la lección.

               En aquellos escritos, Plotino también ha hablado de tres «estados»: la Naturaleza, el Alma y el Espíritu. No se trata, sin embargo, de un sistema filosófico. Sólo lo ha sido enseguida, en parte gracias a Proclo, y después, siguiendo el destino de la filosofía, en la edad moderna. Se trata, en realidad, de un camino ascensional de apertura, que se resuelve en el Uno. Cuando la Naturaleza se abre, vemos efectivamente realizarse cualquier cosa que fue largamente aguardada. Aquel que conoce el Sur tiene presente las primeras tormentas otoñales, cuando de improviso todo reverdece; quien ha tenido una experiencia análoga de eso que la Naturaleza le puede ofrecer, bien comprende qué cosa sea aquella Naturaleza creadora que, abriéndose, se refleja a sí misma. En estos casos hablamos de «contemplación», pero se necesita entender bien el uso de este término: no es un simple contemplar, en el sentido de «ponerse a observar» o «dirigir la mirada a alguna cosa». ¡No! No es así que se refleja la naturaleza; es más bien como si las flores o los frutos fueran enteramente absorbidos a sí mismos en el marco de eso que son…

Obviamente, la Naturaleza posee, en este sentido, una presencia increíble; y eso me induce a recurrir, otra vez, a un término alemán. Plotino hace uso en los hechos de imágenes, con frecuencia muy elocuentes, y una de sus similitudes más bellas es aquella del manantial. ¿Qué es, en realidad, un manantial, una fuente? Es agua que mana continuamente y que al fin llena los ríos y los mares, sin decrecer por ello. Éste es el gran misterio: está «donde sea». He prestado una particular atención, meditando sobre Plotino, el significado de la palabra alemana «überall», «sobre todo». «Über” (sobre), «all» (todo), ¿qué quiere decir? ¿Lo que está encima de todo? ¿Eso qué significa, sumándolo? ¿O eso que, siendo «sobre todo», es también «donde sea»? He aquí el sentido de la metáfora del manantial: el agua —que está en todos los sitios— es el agua de la fuente. La expresión técnica, creada en la traducción latina para someter esta idea, es «emanación»; Plotino es llamado «El filósofo de la emanación», ya que el teatro entero del mundo que él expone —apunto— ante los ojos del espectador, este devenir de todas las cosas de un manantial único, se explica a sí mismo; y en fin, la multiplicidad de todo lo que acaece, se reunifica, se absorbe enteramente en eso que «es». Así se realiza el segundo estado, desde la Naturaleza al Alma. El alma no debe ser entendida como nuestra interioridad cerrada, a sugerir ya un concepto cristiano del alma: es siempre la noción griega del alma, es decir, la fuente de la vida, presente en cada ser viviente. También ésta es un manantial.

 

vi) El pensamiento tácito de la Naturaleza

 

Plotino recurre también a otra imagen: dice que el mundo es como un enorme árbol. El árbol extrae nutrientes del terreno por las raíces. ¿La vida, por lo tanto, está aquí? ¡No, no! La vida está en el tronco, en las ramas, en toda la frondosa copa que pende de este árbol gigantesco. Esto es el «por donde quiera» del ser. Pero este mismo «Uno» que se revela en su fundamento, es extremadamente difícil de expresar; a la vez, sin embargo, Plotino recurre a una formulación que estamos en posibilidades de someter también en términos actuales y que se contactan. Él escribe de esta «visión» en la cual nos absorbemos cuando nos abandonamos a la contemplación del «Uno»: habla de «pensamiento», y es inevitable que la traducción deba recurrir a este concepto. Sin embargo, encontramos también la expresión «pensamiento tácito de la Naturaleza»… Uno se pregunta si no fue Rousseau, o quizás Petrarca quien primero descubrió la voz «que habla en silencio». Eso resuena en suma a cualquier cosa: el tácito secreto del «genio vegetativo» de la Naturaleza —si puedo usar esta expresión. Esta «quietud» —una de las expresiones predilectas de Plotino— se manifiesta en todo aquello que muta y que resbala; y aquí se advierte toda la herencia platónica en la filosofía de Plotino.

               A propósito, debo volver brevemente a Platón. Un punto firme, sobre el cual no es necesario agregar otro, es que con Platón viene implícita la pregunta socrática sobre la vida virtuosa, y por tanto también, en un cierto sentido, sobre el alma y sobre el espíritu. Pero los medios con los cuales un griego de esta época podía expresarse sobre el misterio de la claridad, de la perspicacia del pensamiento y de la consciencia, eran obviamente los mismos que provenían de la observación de la Naturaleza en su apertura, esto es, en el movimiento y en la quietud. Pero movimiento y quietud se identifican en Platón —ciertamente, coinciden— con el pensamiento de la diversidad y de la semejanza. «Identidad y diferencia», estos términos técnicos de la lógica que tanto temor provocan, son al mismo tiempo la quinta esencia de la quietud y del movimiento; y esto mismo es el secreto de nuestra existencia espiritual: la identidad con nosotros mismos, no obstante el flujo de imágenes y de pensamientos que nos atraviesan, en los cuales reconocemos, sin embargo, siempre nuestros pensamientos y nuestros conceptos, en cuanto es por nuestra obra, y al interior de nosotros mismos, que este fluir se recoge al fin en un saber unitario. También esto es un signo de la doctrina platónica. De improviso, en el texto plotiniano, viene nombrado «El auriga». Todos recuerdan aquel maravilloso cuento del Fedro, en el cual Sócrates, como por encanto mítico, en medio de un sofocante mediodía, paseando sobre la rivera del Iliso, cerca de Atenas, habla de la ascensión al Divino, de la salida de los dioses que sobre su carro proceden de la cima del cielo para contemplar la verdad del mundo, mientras los hombres, sobre su carro y con su auriga, procuran seguir a los dioses, pero sin éxito, porque sus caballos son rebeldes y el auriga está limitado a conducir el carro sobre la tierra. Y bien, el auriga es un símbolo platónico, mientras el «pensamiento tácito» es quizás una metáfora autónoma del mismo Plotino.

 

vii) El éxtasis de la contemplación

 

Si ahora afirmamos que el alma es este fundamento, que inviste de sí cada cosa, y que unifica todo lo «viviente», ¿por qué cuando cualquier cosa nos duele, no nos limitamos a exclamar «hace daño»?; más bien «me hace daño», significa «¡esta herida en el dedo me procura dolor!». He aquí el punto de contacto entre el simple percibir y el probar sobre la propia piel, lo cual vale también para todas las impresiones, las ofensas y los sinsabores de la vida. Volvemos así, una vez más, a aquella que la filosofía griega (como habíamos visto) individúa, a partir de Parménides, como la forma suprema de conocimiento: la Νούς. Este concepto peculiar puede traducirse como «espíritu» o «razón». Los alemanes prefieren «espíritu»: un término que reclama aquel «ser por donde quiera» del cuál se ha hablado. Ya en otra ocasión tuve oportunidad de observar que la evidencia matemática, con la cual comprendíamos una demostración, enciende en nosotros una luz: ésta no proviene de nosotros mismos, más bien de aquello que nos permite ver claro. Lo mismo pasa en la descripción plotiniana del ascenso más allá del alma, que recoge el espíritu, entendido como conocimiento de eso que es. En Plotino hay muchos ejemplos y metáforas que iluminan esta realidad. Plotino describe repetidamente la modalidad de nuestro conocimiento, esto es, de aquella reminiscencia que tiene lugar con el ascenso del pensamiento. El «Uno» es «por donde quiera». Es por esto mismo que lo reencontramos en cualquier cosa… es el terreno que alimenta todo. Con ello, la absorción asume formas siempre más elevadas, hasta que nos resolvemos a tal punto en ello que nos colma, hasta perder el mismo conocimiento y la misma sensación de nosotros mismos. Las experiencias más importantes de la existencia humana tendrán siempre el carácter del «éxtasis», o sea de un «estar fuera de sí». Todo aquello que turba o que alienta nuestra existencia física y los movimientos de nuestro ánimo, se sublima para Plotino en un éxtasis supremo, en instantes de verdadera felicidad, como la llamaban los griegos. Nosotros mismos sabemos bien de qué cosa se trata, cuando por ejemplo contemplamos lo bello, o sea cuando lo Uno se ofrece en una forma cuya visión nos absorbe enteramente: también me sucede a mí en este momento, que apenas he podido admirar, aquí en el Museo Nacional de Nápoles, los frescos pompeyanos recientemente expuestos. Nuestra intimidad fue absorbida por la contemplación: no es más en sí misma, sin embargo es propiamente en ella donde esto sucede. Esto es un ejemplo de eso que cada uno de nosotros ha recibido en herencia del Neoplatonismo, de Plotino. El joven Hegel ha descrito esta experiencia de manera estupenda —¡y eso que él fue, por otra parte, un poeta mediocre! Su poema «Eleusis» es una composición escolástica suficientemente ordinaria, pero cuando describe cómo fue absorbido en la contemplación del surgimiento del sol, afirmando «yo no soy más yo», reconquista la misma intuición plotiniana del más allá, que la historia universal del cristianismo había escrito después con letras de oro.

 

viii) La elevación del alma

 

Dirigiendo mirada hacia el pensamiento de Plotino, se divisa de cualquier modo algo sobre el naciente concepto del Más Allá, que el cristianismo aportó, junto con su promesa y su mensaje, al mundo antiguo que se encaminaba al ocaso. Algo de esta atmósfera escatológica aparece aquí con esta peculiar apariencia, no ya en la forma del culto, sino como concentración del ánima y fuerza espiritual del pensamiento. Está ausente, sin embargo, el pretexto de que estas realidades humanas alcancen, por ellas solas, a resolver el misterio de nuestra existencia, de la muerte y del Más Allá.  Tal tendencia con frecuencia se hallaba difundida en muchos exponentes de la filosofía de aquel tiempo: a propósito de estos fenómenos del mundo antiguo, se habla de la llamada «gnosis». Había un gnosticismo hebraico, como hoy sabemos, una gnosis griega y una gnosis cristiana. Se trata de corrientes y doctrinas que pretendían hacer accesibles los misterios religiosos gracias a la fuerza del pensamiento o del concepto. Éste es el gran peligro en el cual se mueve siempre la filosofía. Ni siquiera Hegel se ha salvado de este género de crítica: se ha dicho, en concreto, que su superación del mundo de la representación (es decir, aquél de la esfera religiosa) para alcanzar el concepto y el saber absoluto, no es sino una gnosis. Sostengo que en el caso de Hegel este juicio no es del todo correcto: él no ha afirmado que la forma del concepto pueda separarse de la forma de representación, atribuida al cristianismo de la revelación divina. El mismo regaño podría hacérsele a Plotino, reconociendo en él una vía de búsqueda que nos conduciría por fin a la contemplación del Uno. Mas no lo es así en absoluto: nosotros no podemos nunca disponer de este Uno a nuestro placer; el mismo Plotino nos cuenta que sólo dos veces en su vida arribó en este instante de plenitud al olvido de sí. Después, sin embargo, comienza una nueva separación de sí mismo: el conocimiento. Yo estoy aquí, distingo a los oleros, la naturaleza es otra diferente a mí, el camino entero reconquista así de cabeza. Por tanto, el ascenso del alma no es la iniciación a un misterio, sino una experiencia que uno puede realizar, con la fuerza del propio pensamiento, pero abriéndose también a aquel misterio que domina nuestra vida.

 

ix) La gnosis y la gracia

 

Mirándolo bien, aquello que describo como una elevación del alma, en la cual el hombre se repliega en su interioridad hasta ser absorbido por fin enteramente en la contemplación, no es un ascenso que conduzca a un saber. Se trata más bien de acercarse a la aceptación: a eso que el cristianismo nombró como «Fe», indicando con ese nombre un don de la Gracia. El concepto cristiano de Gracia ha sido siempre bien distinto del de Gnosis. A veces se usa impropiamente el término «gnosticismo» sólo porque se percibe un cierto lenguaje gnóstico. Esto sucede cuando somos conscientes de nuestra impotencia frente a cuanto nos ofrece el mensaje cristiano. Sostengo, personalmente, que ése fue el caso de Hegel, como también el de aquellos que depositan un fuerte acento sobre el Uno, de lo cual no se puede decir ninguna cosa sino que es el Uno; lo mismo cabe para la meditación de Heidegger en torno a la metafísica cristiana. Según yo, es gnóstico quien afirma que posee los misterios de la religión o lo divino. Pero, mientras sólo se hable del esfuerzo por ascender, es más justo hablar de una apertura al don de la Gracia.

 

x) El valor de la filosofía

 

La situación mundial es crítica. También en Europa, y más todavía en algunos países subdesarrollados, se asiste a una inquietante tendencia al pesimismo por parte de los jóvenes, que quisieran ver en el propio futuro una vida mejor y más rica, la cual será alcanzada, sobre todo, gracias al desarrollo de la economía, de la ciencia y de la tecnología. Comienza sin embargo a percibirse, bajo todos los aspectos, el problema contra el que se enfrentan, también en los países altamente industrializados. Y si cualquiera sostiene que se debería atender más a la filosofía, con la cual, durante algún tiempo, Occidente comenzó el mismo camino espiritual, los jóvenes preguntarán sorprendidos: «¿a quién le interesa la filosofía?». Según yo, descubriremos dentro de poco, que este modo de ver es el síntoma de una peligrosa unilateralidad en nuestro modo de afrontar el mundo. Es una falsedad: ninguno cree, en los hechos, que la técnica haya resuelto jamás el problema de la muerte, ni del hambre del mundo, o que sea capaz de poner fin a los conflictos raciales, con lo cual habríamos resuelto todo en el mundo. Esta fe en el progreso es controvertida. Las religiones, de nuestro lado, mientras puedan conservar su convocatoria al culto y a la enseñanza, poseen todavía hoy un fuerte impacto social. Pero la situación es tal, que ya no son capaces de orientar este mundo, dominado por la ciencia, contra un cierto estilo de vida, contra la búsqueda y todas las posibles esperanzas de progreso que la ciencia y la técnica difunden en las almas.

A la pregunta sobre el valor que puede tener hoy la filosofía, debo responder afirmando que no se imaginan ni siquiera entre los jóvenes, cuántas son las personas que se dedican a la filosofía. Según yo, nunca sucederá que en los años de la adolescencia un joven no sea tocado en cualquier modo por las preguntas filosóficas. A veces, ya en la primera pubertad, se encara la cuestión de la muerte; de hecho, también durante la infancia. En suma, es un absurdo sostener que la filosofía sea privilegio exclusivo de personas particularmente cultas, que hablan de modo incomprensible. Los problemas filosóficos, como los religiosos, son problemas humanos.

Pero las religiones no alcanzan a todos los hombres, cuando intenta responder a cada uno sobre muchas cosas. En este sentido la tradición cristiana, que perdura desde hace tiempo, me parece que nos había dado mucho. Todavía hoy, a mi parecer, la tradición y el patrimonio cultural, artístico y científico alimentan indirectamente —en todas partes— esta necesidad del hombre por encontrar una respuesta a sus interrogantes. El filósofo de profesión (el llamado catedrático de filosofía) es una institución tal vez obsoleta. En efecto, es muy difícil moverse en tales cuestiones: también un joven —o un anciano que en el hospital muere lentamente de una enfermedad incurable— se enfrentan a esta necesidad de responder las preguntas sobre el destino del mundo y sobre el futuro de la existencia humana. Y después los hijos, la generación que viene, la amistad: son problemas con los cuales todos están llamados a confrontarse, los viejos como los jóvenes.

Francamente, considero frívolo optimismo el sostener que aquello que interesa a los hombres sean sólo los descubrimientos más recientes en el campo… los aviones, los automóviles o los refrigeradores. La verdad es totalmente otra. En realidad los hombres aprecian aquellas cuestiones que preocupan a todos, aquellas a las cuales no se les encuentra un remedio directo. Hasta ahora la grandeza de nuestra historia occidental (y también de todas las otras grandes culturas) es la siguiente: haber transmitido una larga tradición de conocimiento a fin de afrontar los problemas vitales para el hombre, este increíble prodigio en el dominio de la naturaleza (un ser que quiere saber aquello que no se puede saber). ¡Esto es filosofía! No podemos concebirla como una especie de complemento formativo, sino como estímulo a cultivar la necesidad de aprender cómo reflexionar sobre la temática de nuestra vida, la de nuestros amigos, de la comunidad; en suma, todas las preguntas que continuamente ponemos delante de Dios y de los hombres. Así podremos cumplir de la mejor manera con las tareas que la acción humana nos impone.

Según creo, la filosofía necesitará de un largo proceso educativo para mostrar a la humanidad nuevas vías de coexistencia. Éstas deberían consistir en la «solidaridad». Aquello que nos puede de verdad salvar de la autodestrucción es la solidaridad de frente al hecho que nos encontramos todos en la misma barca. Pensemos, por ejemplo, en la cuestión ecológica: ninguno puede imaginar resolver un problema similar al interior de las fronteras de una sola área cultural o de un estado. Es un problema global. Lo mismo se puede afirmar a propósito de la guerra. Un conflicto entre grandes potencias (hoy, sobre la Tierra) equivale a un suicidio en masa, a la destrucción del planeta entero. Todo esto nos es conocido, y de frente a cosas de ese género, no nos resta sino decir: la situación requiere, a largo plazo, de la consciencia de la solidaridad, la única capaz de tomar medidas racionales para proteger el avance de nuestro conocimiento de las peores amenazas que pesan sobre la humanidad. Por esto estoy convencido que la filosofía, hoy, debe asumir una tarea más difícil que nunca, debido a que el enorme desarrollo del potencial humano ya no es guiado por las grandes instancias espirituales.

Si tengo razón en afirmar que la situación mundial necesita más que nunca del pensamiento, del pensamiento científico, y que sobre todo la juventud exprese esta necesidad con gran vigor, entonce ocurre que en cada país se activará esta energía. Nosotros, en Europa, advertimos la impronta de nuestra tradición. En tal sentido sostengo que Europa tenía un rol particularmente importante, en el momento en el cual la filosofía está conociendo una suerte de difusión global, casi como la técnica y la ciencia. Pero para hacer que todo eso germine de un saber fecundo, es necesario revitalizar continuamente nuestra historia.

Encontrándome en el mediodía de Italia, advierto la fuerza vital de la tierra del sur; siento que de aquí provenían los pitagóricos. He querido visitar Sicilia, para ver el lugar (Siracusa, por ejemplo) donde Platón se paseó muchas veces, para poner en práctica esa doctrina que trataba sobre la experiencia de la democracia griega, y hacerlo un centro histórico mundial; Siracusa era en aquel tiempo, efectivamente, un gran baluarte contra Cartago. Sin la relevante fuerza política de Sicilia, la misma historia de Roma no sería lo que fue. Aunque soy de la idea de que habrá una globalización, el camino a seguir no puede consistir en ponerse a estudiar chino durante un par de años para apropiarse de la tradición china. ¡No! Las costumbres y las lenguas son potencias que derivan su fuerza de muchas generaciones; y nosotros debemos prestar oído a la tradición dentro de la cuál nacimos y en la cual vivimos.

Un problema enorme es hacer que, en este mundo cultural comercializado, las cosas efectivamente importantes reciban el énfasis correcto. Me parece, por cierto, que los medios masivos de comunicación representan hoy el verdadero campo de batalla sobre el cual se decide el destino del devenir: tienen en los hechos el papel de formar la opinión pública, y esta función puede adoptar un proyecto político preciso. Todo eso que se desarrolla lentamente —y esto vale también para los medios de comunicación, para la televisión, la radio, los libros, los periódicos, etcétera— produce después sus propios efectos en el curso de la generación sucesiva. Por tanto, a la pregunta de si seremos capaces, como humanidad, de avanzar hacia el futuro sin destruirnos recíprocamente, y sin devastar nuestro mundo, no sé cómo responder. Me parece insano, sin embargo, que los medios de comunicación alimenten el pesimismo. Se debería en ocasiones contribuir al optimismo: estoy convencido que a veces el pesimismo es una especie de deshonestidad. Ningún hombre puede realmente vivir sin un destello de esperanza. Y eso no deberían olvidarlo nunca los medios de comunicación.

NOTA:

* Texto original en italiano: http://www.emsf.rai.it/gadamer/interviste/07_plotino/plotino.htm.

 


Traducción:
Esteban Aubanel

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